






Cuatro años después del inicio de la pandemia, la gestión de la crisis en España sigue envuelta en polémica. Desde la corrupción en la compra de material sanitario hasta los protocolos que impidieron derivar ancianos a hospitales, la pandemia expuso fallos graves en la gestión pública.
Uno de los casos más sonados es la trama de corrupción vinculada a José Luis Ábalos y su exasesor Koldo García, quienes facilitaron contratos millonarios a empresas sin experiencia. En la Comunidad de Madrid, el hermano de Isabel Díaz Ayuso, Tomás Díaz Ayuso, recibió comisiones por intermediaciones en la compra de mascarillas, mientras que su actual pareja, Alberto González, ha sido señalado en contratos fraudulentos con distribuidoras de material sanitario y hospitales privados.
Más grave aún fue la gestión de las residencias de ancianos. Aunque varias comunidades restringieron la derivación de mayores a hospitales, en Madrid se aplicaron protocolos aún más restrictivos, negando el traslado de personas en situación de vulnerabilidad, lo que generó una alta mortalidad en estos centros. Estas decisiones fueron denunciadas por los familiares de las víctimas y provocaron la dimisión de Alberto Reyero, exconsejero de Políticas Sociales, quien se opuso a estas medidas.
Isabel Díaz Ayuso pronunció en la Asamblea de Madrid una frase inoportuna y lamentable: «Con la carga viral que había, no se salvaban en ningún sitio.» Esta afirmación demostró una falta de empatía y desconsideración con los afectados, utilizándose como justificación política para decisiones que privaron a miles de ancianos de la atención médica que pudo haberles salvado. Numerosos estudios han demostrado que muchos de ellos sí lograron recuperarse tras ser trasladados a hospitales.
El aislamiento y las cuarentenas impactaron especialmente en los mayores, que en su gran mayoría sufrían afecciones previas. La falta de contacto social, el confinamiento y la sobresaturación del sistema sanitario fueron determinantes en el colapso hospitalario y en el abandono de este segmento de la población. Como ocurre cada año con las gripes y los resfriados, la población de mayor edad fue la más afectada, pero en esta ocasión, la cepa del COVID-19, sumada a las restricciones y la alarma generalizada, amplificó las consecuencias.
Es importante reflexionar sobre el hecho de que muchos fallecimientos en personas mayores con afecciones no fueron solo consecuencia directa del virus, sino del propio protocolo de cuarentena que las dejó aisladas, sin asistencia médica ni el apoyo de sus familiares. En varias comunidades autónomas, se implementaron medidas que, bajo la excusa de que los ancianos tenían menos esperanza de vida, les negaron el acceso a hospitales y los condenaron a una muerte en soledad. Este tipo de decisiones evidencian una falta de humanidad y una vulneración de derechos que no puede justificarse bajo criterios sanitarios dudosos.
El colapso hospitalario fue otro de los grandes problemas de la gestión de la pandemia. La saturación de los hospitales públicos y la falta de recursos provocaron situaciones de extrema gravedad, con pacientes esperando en pasillos o sin recibir la atención adecuada. En este contexto, los hospitales privados debieron haber sido intervenidos como parte del interés general, garantizando una mayor disponibilidad de centros para aliviar la crisis. Sin embargo, ni el Gobierno central ni las comunidades autónomas tomaron esta medida, permitiendo que la crisis sanitaria siguiera con un sistema fragmentado y desigual. Quizá una intervención pública de todos los servicios sanitarios, tanto públicos como privados, en un estado de emergencia nacional y autonómico al unísono, habría permitido aunar esfuerzos y medios de forma más efectiva.
A lo largo de la historia, se ha demostrado que cuanto más graves son las crisis, más avezados están los políticos corruptos para aprovecharse de las necesidades de la ciudadanía. Durante la pandemia, esta dinámica se hizo más evidente, con escándalos de sobrecostes en contratos de emergencia, favoritismos en adjudicaciones y falta de transparencia en la gestión de fondos públicos.
Las farmacéuticas, por su parte, fueron unas de las grandes beneficiadas de la crisis sanitaria. La producción y distribución de vacunas generó beneficios sin precedentes para la industria, con contratos blindados que aseguraban ganancias millonarias sin asumir responsabilidad alguna por posibles efectos adversos. Además, la rapidez con la que fueron aprobadas las vacunas generó dudas sobre la falta de estudios a largo plazo. A pesar de ello, los Estados asumieron todo el riesgo financiero y sanitario, mientras que las grandes corporaciones farmacéuticas se beneficiaban sin ninguna obligación de compensación en caso de perjuicios.
Es absolutamente bochornoso que en un tema de tamaña trascendencia, con miles de fallecidos y un impacto sanitario y social sin precedentes, no se estableciera una comisión de investigación en el Congreso de los Diputados durante el primer año posterior a la crisis. La falta de voluntad política para esclarecer las irregularidades, analizar los errores y depurar responsabilidades demuestra un desinterés preocupante por parte de los responsables públicos. Es inaceptable que cuestiones de esta magnitud, que afectaron directamente la vida de millones de personas, queden sin un análisis exhaustivo y sin una rendición de cuentas real. La ciudadanía tiene derecho a conocer la verdad y exigir justicia por la mala gestión y las negligencias cometidas.
Hoy, muchas preguntas siguen sin respuesta, pero lo que es evidente es que la pandemia dejó al descubierto un sistema con profundas debilidades y una clase política cuya credibilidad está en entredicho.