El sistema político español se define como una democracia parlamentaria representativa. Sin embargo, bajo esa definición formal, la realidad cotidiana demuestra que la participación ciudadana ha sido progresivamente marginada, reemplazada por estructuras partidistas cerradas, endogámicas y cada vez más impermeables al control social.
La participación se limita en la práctica a un acto puntual: votar cada cuatro años. El resto del tiempo, la ciudadanía queda relegada a espectadora, mientras los partidos concentran todas las decisiones relevantes, sin que existan mecanismos reales de fiscalización ni de intervención democrática.
Uno de los síntomas más visibles de esta democracia cerrada es la brecha entre el número de votantes y el de militantes activos. En la mayor parte de las formaciones, apenas un 1% o incluso menos de los votantes están afiliados. Y de esos, muchos forman parte de redes clientelares internas, convertidos en engranajes de poder orgánico, no en agentes de transformación o pluralidad.
Los partidos, lejos de incentivar la participación, la filtran. El ingreso está sujeto a filtros, avales y controles internos; las decisiones se toman en órganos ejecutivos cerrados; las asambleas son meros rituales sin debate real; y la rendición de cuentas es inexistente. En lugar de ser espacios abiertos a la ciudadanía, los partidos han mutado en estructuras blindadas que gestionan el poder desde la opacidad.
La Ley de Partidos Políticos permite todo esto. No exige consultas internas vinculantes, ni reglamentos democráticos efectivos, ni mecanismos independientes de control. Este vacío legal ha consolidado una partitocracia en la que las cúpulas deciden, las bases asienten y la ciudadanía observa, impotente, desde fuera.
Este secuestro de la participación no solo genera desafección. Alimenta también la corrupción, el clientelismo y la utilización de los partidos como plataformas de carrera personal o profesional, más que como instrumentos de cambio colectivo.
Para revertir este modelo, no basta con discursos ni con «abrir procesos» simbólicos. Se necesita una reforma estructural: una nueva Ley de Partidos que garantice el derecho a participar en igualdad, que obligue a la transparencia, que imponga la rendición de cuentas y que limite la concentración de poder.
La democracia no puede reducirse a una papeleta cada cuatro años. Si los partidos no abren sus estructuras a la ciudadanía, si no recuperan su función de representar y no solo ocupar el poder, estarán condenando a la democracia a ser solo una fachada. Es hora de devolver la política a las personas.